Mujer: Igualdad a contrarreloj
En treinta años de autonomía, la mujer ha roto prejuicios y tabúes, ha transformado el modelo de familia y ha culminado su plena incorporación al mercado laboral. La brecha salarial, el techo de cristal y los espejismos de la conciliación siguen siendo las asignaturas pendientes.
María tuvo su tercera hija el mismo año que Andalucía decía sí a la autonomía. Vivió la posguerra haciendo diabluras y ganó sus primeras pesetas aprendiendo el oficio con el sastre del pueblo. Ella nunca quiso estudiar; a sus cinco hermanos no los dejaron. Ni había dinero para dar tantas carreras, ni su padre hubiese permitido jamás que un hijo suyo le diera de lado. Aún era una chiquilla cuando pasó del “mando” de sus padres al “mando” del marido. Se casó con un agricultor y cumplió el decálogo de la buena esposa: el peón invisible en el campo, la jornada extra en el hogar, la crianza de los hijos y el cuidado de los abuelos. Con un sentido heredado de la responsabilidad.
La revolución de la mujer en Andalucía se inició en la casa de María, en la casa de las muchas marías, que en los albores de la democracia empezaron a construir Andalucía, en una tierra acomplejada e injustamente oscurecida por los tópicos. A sus hijas les inculcó la mejor lección que supo: la primera libertad que hay que conquistar es la económica. Sólo puedes decir “basta” cuando edificas tu propia trayectoria laboral y profesional y no tienes que poner la mano a final de mes para llenar la despensa. Libertad para vivir sin complejos de inferioridad; libertad para pensar; libertad para elegir.
Ha sido un cambio histórico. Una transformación legal, laboral, demográfica y hasta sexual en lo cotidiano y en lo público. Desde el feminismo de calle que ha ido rompiendo silencios hasta una esfera pública y de gobierno que ha sido pionera en políticas de igualdad.
La directora del Instituto Andaluz de la Mujer, Soledad Pérez, es consciente de las muchas renuncias que está costando la igualdad, pero no alberga ninguna duda sobre los pasos dados “enseñando a crear conciencia de género, hablando de cosas cotidianas como el derecho a elegir la maternidad, el derecho a la separación y al divorcio, a los anticonceptivos, a decir no y cuándo, incluso cómo”.
Pese al descrédito creciente de la política, de los políticos, no es posible hablar de la igualdad en Andalucía sin reconocer que es uno de los grandes legados de los hombres y mujeres que han levantado, juntos, la autonomía andaluza con su gestión en el gobierno regional, pero también local, nacional y europeo. Un camino a contrarreloj si recordamos que hubo que esperar hasta 1931 para que una andaluza fuese elegida democráticamente: la malagueña Victoria Kent, que logró un escaño en Madrid por el Partido Radical Socialista, y la granadina María Lejárraga, socialista y feminista. La primera lucha de aquellas mujeres fue contra el machismo. Luego habría de llegar la dictadura -y con ella más silencio, sumisión y represión- y no sería hasta 1977 cuando cinco diputadas andaluzas consiguieron el aval de las urnas para el Congreso. María Izquierdo, Ana María Ruiz-Tagle, Virtudes Castro, Mercedes Moll y Soledad Becerril. Pioneras. Como lo han sido las 1.123 que han escrito la historia pública de Andalucía. Como lo son, cada día, las decenas de mujeres que enarbolan la bandera de la igualdad participando en las más de dos mil asociaciones que hay ya en comunidad. Como lo son las miles de amas de casa que, como María, hacen su revolución de puertas adentro. Porque la “corresponsabilidad”, la conciliación, sigue siendo la gran asignatura pendiente. Porque la mujer ha saltado al espacio público sin que el hombre haya terminado de entrar en el doméstico.
Dice la presidenta del Parlamento, Fuensanta Coves, que fue en los albores de la autonomía cuando “se trazó el camino”; aunque fuera un sendero más que una autovía. Ciertamente, no es hasta la última década del siglo XX y comienzos del XXI cuando la mujer comienza a irrumpir en un verdadero plano de igualdad y a ocupar puestos de alta responsabilidad política. En las cinco primeras constituciones promulgadas en España se omite por completo el principio de igualdad entre sexos y no será hasta 1978 cuando quede plenamente reconocido.
Desde el 21 de junio de 1982, cuando se constituyó la primera Cámara salida de unas elecciones autonómicas, 497 políticos se han sentado en el Parlamento: 358 hombres (72%) y sólo 139 mujeres (28%). Hasta 1986 ninguna mujer presidió una comisión, hasta 1990 no formó parte de la Mesa, hasta 1996 no fue senadora por la Comunidad y hasta 1999 no fue portavoz. En 2010, la situación era ya radicalmente distinta: 50 de los 109 diputados son mujeres, casi la mitad.
En 2004, Mar Moreno se convertía en la primera presidenta de la institución y aquel mismo año Manuel Chaves volvía a situar a Andalucía en la avanzadilla de la igualdad formando un ejecutivo con más mujeres que hombres: ocho consejeras y seis consejeros.
El libro Diputadas, publicado en 2011 por el Parlamento de Andalucía y coordinado por el periodista sevillano Rafael Rodríguez, traza con rigor el apasionante y complicado relato que subyace desde las ilustradas del Siglo de Oro que se atrevieron a hablar de feminismo e independencia hasta la aparente situación de normalidad de hoy. La publicación concluye con una amplia encuesta del Centro de Análisis y Documentación Política y Electoral de Andalucía (Capdea) a las 139 mujeres que han sido diputadas desde 1982 hasta 2010. Las conclusiones son unánimes: la mujer está suficientemente representada en la Cámara andaluza, pero hay que seguir apostando por las cuotas de género para fomentar su participación y, sobre todo, para extenderla y contagiarla a todos los ámbitos. La mayor dificultad es siempre la misma: las responsabilidades familiares. Esa teórica conciliación que, como lamenta la directora del Capdea, Carmen Ortega, es más un espejismo que una realidad.
La frialdad de las cifras así lo atestiguan: el 48% de las mujeres no trabajan o no buscan empleo por estar al cuidado de niños, adultos dependientes u otras obligaciones familiares frente al 3,8% de los hombres; la brecha salarial se mantiene en el 22%, por lo que una mujer tiene que trabajar 80 días más que un hombre al año para ganar un sueldo similar; una pensionista percibe al mes una media de 597,21 euros frente a los 971,92 del varón… Y a todo ello hay que unir el inquebrantable techo de cristal.
El último informe del Consejo Económico y Social (CES) recoge los grandes avances que se han producido en la incorporación al mercado laboral y el acceso a puestos directivos, pero advierte del estancamiento que se observa en salarios y conciliación: el modelo de familia ha cambiado (aumentan los hogares unipersonales y monoparentales y en dos de cada cinco hay ya una mujer al frente) pero siguen siendo ellas las que se ocupan de las tareas domésticas y las que tienen que optar por una jornada reducida. También la pobreza tiene nombre de mujer y son ellas las que sufren mayores riesgos de exclusión. El presidente del CES, Marcos Peña, habla del “síndrome de la ocupación femenina”: las mujeres padecen más temporalidad, más trabajo a tiempo parcial no deseado y ocupan categorías inferiores.
Pese al esfuerzo que la Comisión y el Parlamento Europeo para reducir la brecha salarial, todas las mujeres de la UE siguen cobrando de media un 15% menos. En el Estatuto de los Trabajadores de 1980 ya se invocaba la idea del “igual salario por el mismo trabajo sin discriminación de sexo”, pero habría que esperar a 2002 para decir textualmente que “el empresario está obligado a pagar por la prestación de un trabajo de igual valor la misma retribución”. Y así es en la teoría, pero no en la práctica.
En la década de los 80, Andalucía se encontraba ya con un mercado laboral terriblemente segmentado, con elevados desajustes en los porcentajes de ocupación masculina y femenina y con sectores y puestos “feminizados” que, en ningún caso, se identificaban con los de responsabilidad. Ni en el ámbito privado ni el público.
La tasa de actividad femenina no empieza a crecer de manera importante hasta 1987. En 1980 se observa una diferencia por encima del 50% y en 1999 todavía se sufría una separación de casi el 27%. Para la mujer, al desincentivo que supone la tremenda segmentación del mercado laboral se unen otras cuestiones como su tradicional dependencia del hombre y sus ‘obligaciones’ familiares que no conducen más que a la “brecha salarial” y a la “doble jornada” que alejan las posibilidades reales de ocupar puestos de responsabilidad.
Desde la perspectiva de la “igualdad de oportunidades”, el profesor Francisco Vila considera “fundamentales” todas las políticas emprendidas de “discriminación positiva” y más aún el avance hacia políticas de corresponsabilidad y transversalidad de verdadera conciliación. Aunque siguen siendo insuficientes. Hace treinta años Andalucía sufría junto a Extremadura las mayores desigualdades de toda España y, hoy, la mujer sigue estando subrepresentada en todos los sectores, menos integrada y con discriminaciones laborales por razón de sexo. Como advierte este experto en Derecho del Trabajo de la Universidad de Málaga, “la transformación social ha sido enorme aunque no es menos cierto que la igualdad real es un deseo y no un hecho”.
En el libro Las políticas sociales de UGT en Andalucía (1980-2010) se profundiza en esta misma idea: la igualdad es beneficiosa para la mujer pero, sobre todo, para la sociedad, para la productividad, para la economía. “¿No parece de sentido común pensar que se rinde más si contamos con el conjunto de la población que con una parte?”.
En un artículo publicado en la última edición de Arenal, Consuelo Flecha, investigadora de la Universidad de Sevilla, también advierte de los muchos escalones que separan de la igualdad real en el plano académico: “Las estadísticas confirman que la presencia de mujeres en la docencia universitaria se mantiene en unos índice que no corresponden ni a la proporción de alumnas matriculadas ni a sus cualificadas trayectorias”. En el trasfondo de tal desequilibrio, la profesora halla una “cultura androcéntrica” que sigue discriminando por el peso de los hombres en el mundo laboral, incluido el universitario, la ausencia de modelos de referencia, la falta de identidad sociolaboral acumulada e, incluso, “mecanismos de autolimitación que terminan convenciendo de que lo profesional no es eje central de las vidas femeninas a pesar de haberse preparado con rendimientos académicos excelentes”.
La ex diputada socialista e investigadora granadina Cándida Martínez, una de aquellas ocho consejeras que hicieron historia en el Gobierno paritario de Chaves, insiste en el claro “sobreesfuerzo” que la sociedad exige a la mujer para luchar contra una estructura patriarcal que sigue funcionando de manera sutil y velada: “No nos regalan nada, se nos exige más y no tenemos los mismos apoyos que el hombre. Es verdad que se ha logrado cierto equilibrio en el mundo universitario y en la investigación, pero el efecto tijera está ahí: somos más en la base, con mejores expedientes, pero la tijera sigue abierta. Nos quedan muchos caminos por recorrer fuera del espacio público; en el poder, en el saber, en el liderazgo, en el derecho a crear sociedad con nuestro nombre. El miedo al retroceso está ahí. Conquistamos y perdemos derechos todos los días”.
En los mismos términos se pronuncia la investigadora Aurora Morcillo cuando se sumerge en el “sexo cambiante, sexo pensante” y evoca los planes de desarrollo del nacional-catolicismo que, en una España sometida a los férreos planteamientos decimonónicos sobre los valores de la familia y el orden, tanto han lastrado el progreso de la mujer. No hace tanto, recuerda Morcillo, de aquellos años 60 y, aunque sea una anécdota, de aquellas Cinco horas con Mario en las que el protagonista se preguntaba: “¿Para qué va a estudiar una mujer si puede saberse? ¿Qué saca en limpio? Hacerse un marimacho, ni más ni menos”.
En el armario lleno de sombras que aún es Andalucía, donde sólo el drama de la violencia machista ya requeriría un capítulo aparte, las hijas de María se sienten unas privilegiadas. Están dentro del menguante 50% que tienen trabajo sin necesidad de hacer las maletas para marcharse a Alemania. Conocen bien la historia de exilio de sus abuelos y la de su tío, que cambió Munich por los Pirineos.
Andrea cumple los 30 en diciembre; los mismos que la autonomía. Nació en democracia y vive en una sociedad que, teóricamente, ha superado la discriminación. Pero es sólo un espejismo. Tiene una carrera universitaria y un trabajo estable; en el camino cuestionó un modelo de familia y la obligación de tener hijos. Confiesa que unos días, mientras ve a su madre hacer de abuela esclava con sus sobrinos, lo vive como una opción personal ajena a estereotipos y convenciones sociales; como una forma de ejercer su libertad. Otras mañanas se levanta egoísta y fracasada, rehén de una elección. El precio, inevitable y necesario, de una igualdad que sigue avanzando a contrarreloj.
“La mujer ha saltado al espacio público sin que el hombre haya entrado plenamente en el espacio doméstico”.Me quedo con esta frase,que es la que mantiene la realidad social, hasta cuando ?
Pues está clara la igualdad a la vista del estudio, ¿no?. Si se quiere seguir con esta cantinela será por otros motivos espurios. Además, teniendo en cuenta el numero creciente de mujeres en consultas psico-psiquiatricas, no creo que estén consiguiendo un mundo mejor ni para ellas mismas.